lunes, 22 de febrero de 2010
La tormenta que no cesa
La lluvia nos aguaba la tarde pero no la fiesta. Yo llevaba paraguas.
Me acerqué a la estación para separarme de ella una vez más.
Ella había pensado algo. Me lo había dicho en un colchón sobre el suelo que resultó más cómodo que un colchón sobre las cuatro patas de la cama. El suelo siempre es menos duro que la vida y al parecer favorece la espalda. En ese colchón habíamos empezado una nueva sesión de amor que no terminé porque yo, clásico y arcaico de mí, pienso que en el sexo dos no follan si uno no quiere(o da la impresión de estar lejos de ti a pesar de que le estés abrazando). Así que el sexo que no se rubricó con ningún orgasmo dio inicio a otra conversación. Algo constructivo que ella necesitaba decir. Ya lo he dicho, ella había pensado algo.
Empezaríamos de cero. Ahora no estábamos pero no había grandes diferencias. Había sexo, quedábamos el uno con el otro, nos dábamos explicaciones y sólo hacía unos minutos que habíamos discutido por algo que no viene al caso. Lo dicho. No seguíamos pero todo parecía seguir igual. Pero nos aceptamos el juego de creer en las etiquetas así que a lo nuestro le colocamos una que decía “no estábamos”.
Y desde ese momento, poco a poco y como en los viejos tiempos empezaríamos saltándonos los lugares más desagradables de nuestro amor, nada de turismo gratuito a los celos por su parte o por la mía ni de viajes inesperados al infierno de los insultos, los gritos y el teatro de guerrillas para goce y disfrute de los transeúntes y sobre todo de los aburridos compañeros de trabajo que vivían su vida a través de la nuestra, que lo más cercano que sentían a la pasión era saber la última sobre ti y sobre mí. Querías que puliéramos defectos y todo sonaba bien. Parecías una buena entrenadora. Al menos en la práctica y con pizarra delante. Pero las cifras que llevábamos detrás eran espantosas. Dos años a uno coma siete discusiones por semana me quebraban las escasas matemáticas (que soy de letras). En cualquier caso mi intuitiva estadística me decía que era mucho discutir. Uno coma siete o coma cinco. A veces te dejaba dos veces en una semana pero la siguiente sólo una. Tú me dejaste también unas cuantas veces. Para nosotros decir “lo dejo” era como decir “me voy a tomar un café y enseguida vengo”. Con lo bonita y amable y educada que había comenzado nuestra relación, muy a lo “Orgullo y prejuicio” de Jane Austen. Pero había derivado en “Orgullo y prejuicio y zombis” (o fantasmas y resucitados del desamor que regresaban a cada frase exclamativa que nos dedicábamos), una parodia sin demasiada gracia de lo nuestro.
Una vez te recomendé “Lunas de hiel”, mi preferida de Polanski y casi de cualquier otro cineasta. Amo esa película casi tanto como me agobia. Es demasiado sincera como para dejarme dormir tranquilo y a ratos parece que se ríe de mí o de ti o de cualquier relación entre un hombre y una mujer que empiece con buen pie, se quede coja al poco y llegue a la invalidez en menos. Todavía estabas y estás a tiempo de pedírmela. Habla sobre el paso de un milímetro que hay entre el amor y el odio. Te sonará de algo.
Y luego salimos convencidos de lo nuestro y tú respondiste algo que no me gustó y yo reaccioné dejándolo otra vez y tú no viste el “me voy a tomar un café y enseguida vengo” y me retuviste cerca de la estación de aquel cine.
Aquello no era una segunda parte ni una tercera. La cuenta se perdió hace tiempo.
Podíamos llorar por no reír pero nos abrazamos otra vez a pesar de lo incómodo del paraguas y el libro que siempre me acompaña (nunca me discuto con mis libros).
La lluvia cesaba brevemente sobre nuestras cabezas y la tela impermeable del paragüas.
Nos abrazamos sin futuro, sin esperanza y al final sin lágrimas (ya había mucha agua alrededor, nos temíamos lo peor y puede que una inundación).
Al día siguiente hizo sol. Pero esa maldita tormenta no terminó. Nunca termina.
¿De qué nos sirve comenzar de cero cuando pasamos tan rápido al cien?
miércoles, 17 de febrero de 2010
Charla entre dos ex
Un rincón en el recinto de la biblioteca pero apartado de ella por un vestíbulo almacena varias máquinas expendedoras de bebidas y unos taburetes altos junto a una pequeña barra alta de madera dónde apoyarse. Mientras tomas algo entre el fragor de carpetas de estudiantes cercanos puedes distraer la atención de tu vista con el ventanal que da al exterior, ese caminito en semicírculo de tablones que lleva hasta la biblioteca.
Allí parecemos estar firmando los últimos tratados de paz tras una larga semana de rupturas diplomáticas. Ella me ha estado insultando repetidas veces. Hacía un mes que la dejé y siete días atrás se comunicó conmigo para amonestarme por una falta post-relación mía que luego no resultó ser tal, que sólo fueron habladurías del único lugar en el que se han inventado toda una mitología sobre ella y sobre mí: nuestro lugar de trabajo.
Ella en persona sólo venía para devolverme algunas cosas más un regalo que le “asqueaban” y que estaban arrinconadas en su habitación. Esos objetos le recordaban demasiado a mí. De ahí que le asqueen de ese modo. De ahí que cuando voy a esperarla y la veo y me ve y no hay escupitajos acompañados de insultos o de manos imantadas hacia mi rostro me sorprendo. Mucho más cuando sugiere que si puedo acompañarla a la biblioteca, que tiene que estudiar psicología.
La parte más importante de la conversación está como entre bastidores. Somos dos actores que después de interpretar la obra de su relación hablan detrás del escenario sobre sus actuaciones respectivas y critican lo bueno y lo malo sobre su trabajo en ellas y sobre lo que no les parece mal(o sí) de la actuación del otro. En su interpretación me descubre un par de detalles desconocidos en nuestra relación de los de música trágica y exagerada como un culebrón que casi me desmontan de la silla. Los secretos salen a la luz cuando al parecer no hay nada que perder y además no importa si hacen daño. Ella no descubre apenas algo nuevo sobre mí y mi conversación fotocopiada de otras con ella es casi la misma. La única diferencia es que ahora parece creer más en mis palabras.
Ella necesita un té y deja caer algunas monedas en la ranura de la máquina. Algo espumoso que se le antoja café cae en el pequeño vaso de plástico y me pregunta. Lo miro, lo huelo y le aseguro que ningún café del mundo (y aún sabiendo que el de máquina sólo oscila entre malo, muy malo o destruye-entrañas) a pesar de su muy escasa calidad, puede oler a limón. Ambos concluimos en que efectivamente es algo que se puede considerar té a falta de una definición mejor y que a mí me recuerda un agua caliente con miel y limón que me daba mi madre para curar los resfriados de infancia y que sólo por recordarlo puede acarrearme alguna que otra arcada.
Seguimos hablando. Debemos alzar la voz sin darnos cuenta y aunque no discutimos subrayamos algunas frases lo suficientemente alto como para que un guardia de seguridad se nos acerque y nos pida un poco de moderación. Ese hombre debe haber escuchado algunos trapos sucios y se debe compadecer de nosotros porque nos amonesta con educación y yo, sensible a los buenos modales, le digo que procuraremos bajar la voz y admito la culpa. El guardia de seguridad se aleja con tranquilidad después de posar brevemente su mano sobre mi hombro con un gesto amigable entre caballeros que no necesitan llegar a otro tipo de duelos si ambos son razonables y el profesional no regaña por gusto y aún cuando lo hace con razón, lo hace también con delicadeza.
No podemos alzar mucho la voz así que tampoco sacaremos de madre la conversación. Siempre que no somos pareja hablamos ella y yo con tranquilidad. A pesar de que nuestra relación ha sido un camino sembrado de guerra y muy digno como futura adaptación al cine (de haberla alguna vez) en caso de ser interpretada, por actores de carácter, hablamos como si sólo fuéramos un par de buenos amigos que se reunieran después de mucho tiempo a contar sus viejas batallitas.
El problema es que tanta amabilidad altera ciertas reglas que teníamos pactadas de antemano y rompemos las barreras autoimpuestas para no reiniciar lo que yo maté.
Ella dice que yo le doy asco. Yo le digo que no quiero volver a comenzar con ella porque nuestra relación era un error que se demostró cuando conseguimos batir un Guiness de los récords discutiendo más que ninguna pareja en el mundo.
No sé qué hacemos besándonos con tanta pasión.
viernes, 12 de febrero de 2010
Sexo oral
Estaba tan cansado que fui capaz de dormirme con la luz encendida en una cama ajena, con mi compañera despierta, con el hilo de música de un cantante y guitarrista que murió ahogado en el 98 sonando en un programa que emitía el transistor.
Durante unos cinco o diez minutos, ella estaba más ocupada repasando sus apuntes de odontología que mi sueño, caí en picado en una minipesadilla dónde me urgaban los dientes con una maquinilla que me destrozaba la lengua, exactamente igual que en una película de serie Z o peor titulada “El dentista”. Mi pesadilla desafiaba a la SGAE y sin pagar derechos de autor “ripeaba” y trasladaba las imágenes de uan película que ví hace poco en el Buzz hasta mi mundo onírico postcoital. Para no incurrir en unplagio extremo cambié el dentista asesino por el rostro de la mujer con la que acababa de practicar sexo.
Mi odontóloga era novata. Yo pagaba menos por dejarme trastear caries y cálculos en las encías. Pero al final menos es más. Una limpieza de boca me costaba poco dinero pero al menos ocho o diez horas de horror sobre un sillón reclinado. Algunos empastes ocupaban espacios de tiempo igualmente kilométricos. Me estaba dejando la vida en la universidad odontológica de Barcelona. Pero algo me estaba llevando a cambio. Todas esas horas en las que trasladé la elocuencia de los labios a las de mis ojos miopes no sé muy bien cómo ni en qué momento, las risas que le proporcionaba a ella derivaron en sexo sobre su cama a unas horas de la madrugada sólo para mayores de dieciocho en España y de veintiuno en Argentina. Nunca imaginé que terminaríamos así ni en el momento más íntimo de nuestra relación, la primera vez que ella me pulía los vesiales y vestivulares y se acercó tanto a mí que su aliento cálido pasaba de la mascarilla hasta descansar en mi frente y sus ojos al revés se cruzaban con los míos (un poco horrorizados en las primeras sesiones, la verdad).
Al principio me costó romper la barrera del pudor con los besos. Mi boca en la suya me hacía pensar en el índice de placa que no conseguía reducir a mínimos aceptables. ¿Pensaría ella lo mismo? ¿Cómo podía encontrar placer en una boca con la que trabajaba y había encontrado un caso clínico al que fotografiaba y con el que se entretenía y trabajaba sin prisas de alumno preguntón y muy “llamo todo el tiempo a la profesora porque no sé qué hacer con tanta sangre en las encías de este hombre”? ¿Cómo podía disfrutar de mi mayor imperfección?
No sé qué clase de perversión la había hecho aceptarme por mi boca o a su pesar.
- ¿Puedo fumar?- me preguntó.
- Soy un lugar turístico para la agresividad femenina. Unas me arañan, otras me abofetean y alguna me rompe el corazón. ¿Por qué no te voy a dejar joderme los pulmones?
- Prefiero joderte la boca- risas, en mi caso algo nerviosas- ¿Y qué les haces a las mujeres para que te traten como un saco de boxeo?
- No es por lo que les hago, suele ser por lo que no les hago.
- A mí me has hecho bastantes cosas. ¿No te lavas la boca?
- He olvidado el cepillo de dientes pero creo que llevo un interdental verde en el bolsillo de mi chaqueta. Si me lo alcanzas… Es que a mí tanto polvo después de tanta sequía me ha dejado hecho… ídem.
- Era broma, imbécil. Les decimos a los pacientes que se tomen todas esas molestias con la boca porque sabemos que si no exageramos ellos se duermen y no se cuidan nada. ¿Te quieres quedar a dormir?
- Si, no, bueno... Estoy muy cansado pero duermo muy mal en otras camas.
- Excusas no os faltan.
- Yo lo digo en serio pero si no me despiertas pronto mañana me quedo contigo. ¿Qué tal le va a la placa chupar…?
- Si te quedas tendrás un feliz despertar.
- ¿Cómo de feliz?
- Ya lo verás.
- Bueno… Pero me preocupa lo de la placa. Si chupas…
- Duérmete y cállate. Me voy a fumar al balcón.
- Hace frío.
- Pues cuando vuelva me calentarás. ¿Qué tal se te da dormir con cadáveres fríos?
Tenía un humor siniestro la odontóloga.
Desde el balcón me preguntó que en qué estaba soñando cuando grité y desperté minutos antes. Pensé en decirle que en ella destrozándome la boca pero no parecía la mejor manera de empezar una relación o de terminarla si se daba el caso. Me quedaban un empaste y cuatro extracciones. Todo el juicio que puede haber en mi cuerpo se me irá con esas cuatro muelas que son como el Bonus Track de mi boca que nadie ha pedido.
- Pensaba en ti. En nuestro… primer beso.
Las verdades ofensivas para después del tratamiento. Por cautela, por si era verdad lo de joderme la boca.
Era mejor amante que dentista.
martes, 9 de febrero de 2010
El olvido que no se deja
A las siete tenía planetario. Mi sobrina me preguntó si había visto la boa y si esta estaba en una jaula. Como tocaba ver los planetas le dije que sí pero que ahora era mejor dejarla tranquila porque tenía hambre y se había comido dos o tres niños, que luego visitaríamos el microclima con sus padres y nos aseguraríamos de que la boa estaba saciada.
La tarde estaba siendo agradable. Yo estaba matando unos cuantos recuerdos y no sé por qué se me aparecía la canción de José María Cano de aquel viejo grupo pop español que decía algo como “y aunque fui yo quien decidió que ya no más y no me cansé de jurarte que no habrá segunda parte me cuesta tanto olvidarte…”.
Pero en el museo de la ciencia me lo estaba pasando muy bien y además descubrí cosas como que las orejas siguen principios muy similares a las antenas parabólicas (más bien debería decirlo al revés). Es increíble lo ordenado que está el mundo más allá de las cuatro paredes de mi cráneo. Mi memoria es hermana del caos primigenio.
En la sala del planetario un niño comenzó a llorar cuando apagaron las luces y se vio en mitad del Big Bang sin previo aviso. Luego, con la música New Age, la charla suave y en catalán sin acento de la mujer que en voz en off y grabada nos explicaba el supuesto principio de todo, de tus problemas y de los míos, los niños se fueron callando y a juzgar por la ausencia de comentarios hasta parecieron dormirse.
Yo mismo, tumbado y con la vista dirigida hacia el techo por una butaca reclinada (la pantalla era circular y estaba sobre nosotros) estuve a punto de regresar a la dulce no existencia del sueño. No era que no fuese interesante, era que la noche anterior, la almohada se me había llenado de recuerdos y nos habíamos estado peleando hasta altas horas de la madrugada con el consiguiente insomnio que eso produce.
Pero allí, dedicado a minimizar la importancia del Homo Sapiens en el universo y la mía en particular, todo parecía estar bien.
Y entonces mi sobrina me cogió el brazo con un gesto improvisado del cariño que me tiene y se lo situó en el regazo. Un acto infantil y espontáneo que me recordó otro en otro lugar y en otro momento, creo que en un cine, justo uno que no quería tener sobre una persona que me hizo sentir como el mencionado J. M. Cano cuando escribió esa letra. Un recuerdo sobre Ella que es como un cadáver del que no sé deshacerme, hay problemas logísticos de todo tipo. Un recuerdo de los muchos a los que les he estado dando paletadas de olvido estos días pero no puedo porque los recuerdos no aceptan empujones, van a la suya. Los recuerdos son como minas antipersona que esperan agazapadas hasta en ese gesto espontáneo de una niña que me quiere y es correspondida a niveles que no son dañinos para nuestra salud. El gesto de mi sobrina llevando mi mano hasta su regazo era otra de esas pequeñas maldades del destino o de mi memoria. Durante un segundo fue un regreso al pasado de lo más indeseable. Yo sólo había entrado al planetario con la idea de ver el pasado de la humanidad, no el mío.
Hay recuerdos enredados en sinapsis que nunca debieron hacerse y que traicionan todo lo que deseas.
Juraría que cuanto más evito esos recuerdos más grandes se hacen.
Se alimentan de mi voluntad de matarlos.
sábado, 6 de febrero de 2010
El ave Fenix puede ser macho (si se lo propone)
Ahora que he decidido no apoyarme en píldoras espero desnudo de corazas que los golpes vayan llegando. La vida que he llevado me va pasando sus facturas. Tengo el buzón cargado de pecados por resolver. Pero no hay más remedio que enfrentarlos. Esta vez no puedo doblar la esquina y esquivar los cobradores de tanto desacierto. Desde que sé que mi suicidio no es posible (más por falta de huevos que de ganas) no puedo más que torear con la oposición que me espera en el ruedo laboral. Torear yo, el antitaurino. Pero lo prefiero a ser toreado.
Estoy sólo frente a los peligros pero ni más ni menos que cualquier otro-a.
Siempre me he roto más por las costuras del alma que por las de la carne. Pero ahora no soy un “Tratar con cuidado”. Cuando has estado en el infierno hasta una mañana con la odontóloga te parece el paraíso.
No sé si tengo el espíritu más duro que la cara pero se me ha cicatrizado casi todo lo que no se ve.
He nacido hace un par de meses y ya se caminar sin la ayuda de nadie. Espero no regresar a la invalidez porque no la echo de menos y los llorones son cargantes.
Estaría mejor si me fiase de alguien pero hoy por hoy no hago tratos ni conmigo ni con mi sombra.
Lo pensó Oscar Wilde cuando salió de la cárcel y lo escribió un senador americano: “el juicio se alcanza con la experiencia y el juicio supremo con las peores”.
Me esperan los horarios determinados por otras personas. Es lo que tiene darte de alta por no seguir fomentando el bajón y como le escribí acierto amigo, la tristeza. No subvenciono voluntariamente los malos rollos.
Pero bueno, allá los jefes que se dejen llevar por el maquillaje de la madurez recién adquirida y las apariencias de mi buen talante casi presidencial.
Yo sigo llevándome por la ley natural de los animales: si me agobian muerdo.
miércoles, 3 de febrero de 2010
Más tortas da la vida
No recuerdo lo que le dije ni el tono pero sí el guantazo que me soltó. Sé que no era mi voluntad hacerla llegar hasta ese extremo ni que me llamase cerdo a la vez que explosionaban sus dedos contra mi rostro. Porque ni los cerdos ni los hombres a los que llaman cerdos por imitar a los cerdos tenían nada que ver conmigo o con mi comportamiento. Creo que estaba dejando por veinteava vez la relación, no sé, algo así de incomodo pero necesario para que los dos viviéramos mejor. Pero ella opinó con su mano derecha y lo hizo así de contundentemente. Lo hizo en un par de ocasiones si hago recuento de la traumática relación.
Toda su belleza se desperdiciaba en mis brazos y en mis ataques de frío(a veces se me hiela el corazón pero prometo que lo hago sin querer). Supongo que la quería dejar porque temía quedarme sin aire. Su amor era intenso pero no conocía el descanso ni los tiempos muertos. Su pasión ponía en ridículo mis poemas de amor. Y yo temía vivir sólo para amarnos.
Pero el tortazo… En fin. No llevo piercings así que un tatuaje de amor cárdeno en la cara con su bonita y diminuta mano marcada tampoco era mi idea del romanticismo ni mucho menos de la estética. Estábamos en un lugar protegido de miradas ajenas pero hasta que no se me pasase el sofoco de la hostia no podía mostrarme a los demás. No pude evitar pensar en la paradoja. Mientras las televisiones hacen casi unánime culpable de la violencia de género a los hombres españoles en mi caso la historia se invertía. Ni golpeo mujeres ni conozco entre mis amigos a nadie que lo haga. Mi única respuesta fue indignarme, decirle que hasta ahí habíamos llegado e iniciar la huída.
Pero ella me cortó la retirada. Un minuto más tarde de acariciarme con fuerza la cara se derrumbaba arrepentida en mis brazos. La bella y la bestia en el mismo pack (bella por fuera aunque un poco salvaje por dentro). Sus lágrimas y sus labios me pedían perdón.
Pensé que si se hubiese arrepentido un minuto y dos segundos antes yo no hubiese recibido el golpe. Pero claro, no te puedes arrepentir de algo que no has hecho así que primero hay que hacerlo. Por una u otra circunstancia mis mejillas lo tenían que pagar.
La segunda vez que lo hizo le puse el límite y me arriesgué a una tercera que por suerte no llegó. Supongo que aprendí a cuidar las palabras y a romper nuestra relación con más elegancia. También hacía mucho que se acostumbrase a las rupturas. Nos dejábamos al menos una vez a la semana y volvíamos en cuestión de horas. Si le decía que la dejaba ella tenía opciones mejores para retenerme que partirme la cara.
No sé hasta qué punto me merecía aquellos arranques de rabia hacia mí. No sé por qué le aguanté esas dos bofetadas y no la dejé en la primera. Puede que el dolor físico no me asuste demasiado. O puede que sintiera que cualquier persona con paciencia llegaría al histerismo estando conmigo.
lunes, 1 de febrero de 2010
No muero por una idea, tengo muchas
El otro día, leyendo un foro de frikis sobre cómics (prefiero no dar detalles de lo que hacía yo en ese lugar virtual) leí sorprendido el mensaje casi histérico de uno que estaba para el psiquiátrico. Sé que friki y psiquiátrico pueden parecer sinónimos pero en el mundo de los aficionados a las series de culto, comics, etc. hay gente inteligente que trabaja y hasta que puede llevar una relación de pareja(o no llevarla pero ser normal). Pero este tipo no parecía tener nada de eso. Dedicaba más folios de los que fui capaz de leer a destrozar con rabia la serie que había escrito un guionista inglés para un tebeo americano. Ese esfuerzo suponía horas de trabajo. Un trabajo que me resultó estéril pero no le respondí porque no quería mantener correspondencia con un tarado. Aportaba más de treinta argumentos para decir lo malo que era el escritor del comic y todos se resumían en el mismo: buscar la referencia o referencias de las que había sacado tal o cual personaje. Simplemente nos quería transmitir que el guionista no partía de cero para escribir sus historias y pasaba por alto el hecho de que muchas eran parodias inteligentes y no plagios. Luego defendía a sus ídolos, los clásicos. Defendía guionistas originales que han envejecido mal y que hacen que hoy en día el comic siga pareciendo un arte menor para niños. Pero él los defendía porque eran los originales. ¿Originales? Leyendo los nombres que soltaba no podía evitar pensar en las veinte mil referencias previas que habían llevado a esos guionistas a escribir sus propios y “originales” personajes.
Me quedé con ganas de explicarle algo. En el arte, como en casi cualquier disciplina, el ser humano nunca parte de cero. Todo se construye sobre una base y no surge por generación espontánea. Cuando un autor de tal o cual libro nos parece original estamos aplaudiendo su estilo, la voz personal y única que nos llega y que le distingue de otras voces que no nos llegan de ese modo al alma. Pero no perdamos de vista que el hecho de no conocer sus referencias no significa que no las tenga y que su arte no se apoye en el de otros autores previos.
Es un aprendizaje básico de la literatura que la originalidad total no existe. Cierta profesora del instituto me sacó de ese sueño de la existencia de lo novedoso cuando descubrí que Molière plagiaba en una de sus comedias al latino Plauto. Además de explicarme que en otros tiempos no se aplaudía tanto la originalidad de los argumentos y que eso es cosa del siglo XX y en adelante, me explicó lo que significa tener un estilo propio y los méritos del dramaturgo francés(al que curiosamente no he vuelto a leer pero por ningún motivo en especial).
La mente humana es mas limitada de lo que parece y necesita del recurso de maestros previos para dar un paso más. Primero se aprenden reglas y luego se destruyen o se retocan o se afinan.
Con la ideología política ocurre algo similar y el asunto aquí sí que es grave porque absolutamente todos hablan igual. Los de izquierdas, derechas o centro son cada vez más clónicos. Y los rebeldes que les atacan se parecen a los rebeldes que atacan a otros políticos en cualquier tiempo y lugar.
Por todo lo dicho nunca moriría voluntariamente por una idea ni discutiría mucho tiempo sobre un autor basándome en su presunta originalidad ni escribo en foros dónde se cuela un Friki o su mutación en troll. Las ideas se defienden mejor cuando respiras y los antagonistas te rebaten mejor cuando no los matas con una bomba.
Los insultos tampoco aportan demasiado a este o cualquier otro discurso.
Suelo aprender más con la flexibilidad bien entendida.
Ahora convencedme de que me equivoco.